Autora: dra. Criado Herrero – Psicología Clínica
La educación emocional tiene como objetivo identificar las emociones y mecanismos de defensa que subyacen en dichas emociones para gestionarlas de manera saludable. Cuando nos sentimos tristes, de manera inmediata surgen pensamientos que armonizan y refuerzan esa emoción, e incluso “contaminan” el resto de procesos cognitivos. Esto nos sucede con aquellas emociones que hemos aprendido a etiquetar por desconocimiento como ‘negativas’.
La educación emocional se centra en identificar qué sentimos, por qué y cómo reaccionar ante ello, e incluso aceptar que determinadas situaciones (cambios, pérdidas, contratiempos, enfermedades) están unidas de manera inherente a ciertas emociones, pero es necesario y saludable sentirlas, exteriorizarlas, darnos permiso y aceptar que forman parte de un proceso de crecimiento personal.
Desde nuestros primeros pasos en el camino de la vida, aprendemos a pensar, sentir y comportarnos según las experiencias de las que somos partícipes directa o indirectamente, y sobre todo, de las emociones que sentimos en cada una de estas experiencias.
En función de estas experiencias, percibiremos el mundo que nos rodea como un entorno accesible y seguro o como un medio amenazante. Por ello, además de los diversos aprendizajes, las emociones tienen un lugar determinante a lo largo de nuestra vida.
La mente establece relaciones emocionales ante situaciones análogas y desarrolla esquemas de pensamiento adaptados y orientados a evitar aquellas experiencias que generan una emoción negativa. Es por ello que los niños tienden a comportarse de manera impulsiva e imprudente, porque no conocen la sensación de miedo y tampoco anticipan pensamientos ni emociones negativas hasta el momento en el que sucede el hecho en sí.
El miedo a sentir las emociones y a la desestabilización, son mecanismos con los que nacemos, nos ayudan a preservar nuestra vida y son indicadores de cambio, de que algo no se está realizando bien. Nuestra cabeza y nuestro cuerpo están programados para mantener la estabilidad. Cuando ésta se rompe, ambos “hablan” a través de diferentes síntomas que suelen asustarnos, cuando en realidad deberíamos de interpretarlos como señales de alerta pero orientadas a una solución o cambio y no a un miedo y evitación, que concluyen en un estancamiento en nuestra zona de confort.
Es por todo esto que es determinante desde la infancia realizar una educación emocional como medida preventiva de posibles patología tan comunes y frecuentes en nuestro día a día, como sucede con los trastornos de ansiedad, del estado de ánimo, trastorno del sueño, etc.
Una óptima educación emocional orientada a la identificación, aprendizaje y función de las emociones a lo largo de la vida, de los diferentes mecanismos y reacciones de los que disponemos para fomentar y preservar nuestra salud a todos los niveles, nos ayudaría a entender que hay situaciones en la que es natural, adaptativo y necesario el estar desestabilizados y sus respectivas sensaciones físicas y psíquicas, e incluso una puesta a punto o una energía para afrontarlas de una manera óptima.
La educación e inteligencia emocional nos ayuda a potenciar habilidades y recursos que mejorarían nuestra autoestima y la seguridad en uno mismo, de manera que ese crecimiento personal ante situaciones de inestabilidad, permitiría percibir las oportunidades de superación, accesibles y superarlas con un alto porcentaje de éxito.
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